Mujeres Nuevas de Merlo-Moreno luchando en esperanza, buscando libertad…

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Colaboración: Loreana Scorti, Sebastiana (religiosa ursulina) y Ezequiel Pereyra de la Diócesis de Merlo-Moreno

“La vida solo se entiende desde el amor y compartiendo con quienes más lo necesitan”, nos decía el Papa Francisco en una de sus tantas alocuciones.

En uno de los distritos que conforman la diócesis de Merlo-Moreno, ubicada a unos 40 km de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, una pequeña comunidad —como tantas que caminan juntas en esta Iglesia diocesana— se pregunta con sencillez y coraje: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?

Con esa pregunta en el corazón, un grupo de hermanas y hermanos elige recibir la vida como viene, acompañando a mujeres y varones que, como dice Francisco, “se hallan en los márgenes, en los confines, en las periferias, pero que son convocados por Jesús y se vuelven protagonistas de la esperanza que Él ha venido a traer”.

Una de estas experiencias se da en las comunidades de Nuestra Señora del Rosario y San Martín de Porres, donde desde hace varios años, el Padre Leo Silio, junto a miembros de ambas comunidades, acompaña los Hogares de Cristo. Allí, la atención no se limita solo a varones en recuperación del consumo problemático, sino que también incluye de manera especial a mujeres que sufren esta realidad.

Como nos decía el Papa Francisco, “el perfume del Evangelio necesita ser difundido contra todo lo que humilla, degrada e incluso destruye la vida humana”.

Quienes se ocupan de acompañar a estas mujeres lo hacen en lo cotidiano, sosteniendo y sanando a tantas que llegan juzgadas, excluidas, muchas veces rotas por dentro, y en ocasiones separadas de sus hijos a causa del consumo. En medio de estas situaciones tan duras, Dios se hace presente a través de la cercanía y el compromiso de la comunidad.

Loreana, colabora en este servicio, lo expresa con claridad:

“Como cristianos estamos obligados a mirar a quienes están al costado del camino. El Evangelio nos interpela a ayudar, a involucrarnos, sin juzgar ni criminalizar. Se trata de escuchar y mirar”.

En cada pequeña comunidad que acoge, se abre la mesa sin preguntar primero la historia, sino el dolor. El foco está puesto en el otro, o en este caso, en ellas, en esas mujeres que quizás no tuvieron la oportunidad de nacer en un contexto favorable,  aun así luchan día a día por salir adelante.

Muchas de ellas llegan habiendo perdido todos los vínculos, cargando culpas, heridas y silencios. Pero allí encuentran un espacio de vida: mujeres-madres que se acercan con sus hijos, que se sostienen entre ellas, que buscan ser amadas y valoradas. Y ese amor compartido va sanando lo que el consumo dañó.

Son mujeres que han vivido violencia, exclusión, maltrato, pero que encuentran en la comunidad un nuevo comienzo. Y cuando sanan, se preparan para recibir a otras, transformando sus propios dolores en gestos de ternura: un abrazo, una comida, un oficio compartido, una escucha atenta.

Una de las colaboradoras lo resume con una frase que se repite en estos espacios: “Dale, vos podés. No estás sola.”

El consumo problemático es un problema social, y por eso, la respuesta debe venir también desde lo comunitario. Todos y todas podemos hacer algo: formarnos, informarnos, involucrarnos. Como dice Loreana:

“No hace falta ser un especialista para empezar. Basta con mirar, escuchar, y con un mate o un plato de comida, preguntar: ¿Qué te anda pasando? Con una mirada atenta y el corazón abierto”.

Desde nuestras comunidades podemos ayudar a construir caminos de sanación: animarnos a abrir espacios, hablar del tema, sensibilizar desde una mirada compasiva. No desde el juicio, sino desde la fe que nos dice que en cada mujer sufriente, está Cristo.

El consumo afecta todas las dimensiones de la vida: la familia, el trabajo, la maternidad, la vivienda, la salud mental, el proyecto de vida. Por eso es fundamental abordar estas situaciones desde una mirada integral, que escuche, contenga y sostenga.

Como Iglesia, estamos llamados a romper con los prejuicios, salir al camino, mirar con misericordia, abrazar y acompañar, porque como bien nos recordó Francisco durante la pandemia: “Nadie se salva solo.”